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¿Qué es mejor, encuestas o efectividad?

¿Qué es mejor, encuestas o efectividad?

Como el aplauso viene de las sombras hay que pensar por qué. De todos modos uno los colecciona: cuelga algunos en el corazón y otros en el perchero.

El aplauso puede ser un mensaje, un empeño, un galardón,

pero también una lástima, un golpe de ironía.

Prosa Aplausos, de Mario Benedetti

En la actualidad, la encuesta es la nueva alfombra roja. Los políticos del mundo ya no necesitan rendir cuentas, basta con aparecer en un sondeo y presumir que “van arriba”. La popularidad se volvió la medalla de oro, aunque el trabajo real de gobernar siga en la penumbra. Estamos frente a la política en modo reality show: el aplausómetro sustituye a la efectividad.

Donald Trump es quizá el mejor ejemplo de este fenómeno. Acusaciones judiciales, polémicas éticas y una gestión pasada que dejó al país dividido no han hecho mella en sus encuestas. Al contrario: cada golpe parece alimentar a sus seguidores. Trump no necesita eficacia administrativa: genera espectáculo.

Su reality show está basado en el conflicto y en mantener a la audiencia pegada a la pantalla. En su caso, la encuesta no mide logros: mide emociones, resentimientos y fidelidad de fanáticos.

En Francia, Emmanuel Macron ilustra el contraste. Reformas técnicas -como la de pensiones- son presentadas como necesarias por los expertos. Pero en la arena pública no generan aplausos sino abucheos. Macron gobierna con más seriedad que espectáculo, y lo paga caro: sus encuestas están en caída libre. Aquí la paradoja se invierte: cuando hay trabajo efectivo, el aplausómetro se vuelve cruel. La política no perdona al tecnócrata gris, aunque tenga resultados.

No escapa Claudia Sheinbaum. Las encuestas presumen un alza en aceptación, como si el aplauso fuera prueba de eficacia. Todavía no hay resultados palpables en temas centrales como seguridad, economía o salud, aunque parezcan secundarios: lo importante es que el público, todavía entusiasmado, levanta la tarjeta con calificación alta.

El mundo vive una democracia convertida en concurso de popularidad.

Lo que muestran estos casos es que las encuestas no son herramientas para medir eficacia, sino instrumentos de mercado. Reflejan simpatías, expectativas o animadversiones. Funcionan como el rating de un programa: no importa si el contenido es pobre mientras la audiencia esté entretenida. Y los políticos lo saben: por eso trabajan más en el guion y la puesta en escena que en los informes de gabinete.

La cultura política se deslizó hacia lo superficial: ser gobernante hoy se parece más a participar en un casting. Se ensaya el gesto, se cuida la frase que puede volverse viral, se mide la reacción inmediata de la multitud. El gobernante se convierte en personaje, y la ciudadanía en público que aplaude o abuchea, no en sociedad crítica que evalúa.

El problema es que los reality shows tienen temporadas cortas: la gente se aburre, cambia de canal, exige nuevos giros de trama. En la política eso se traduce en gobiernos que dependen del espectáculo para sostenerse. La encuesta se vuelve un fin en sí mismo, no un reflejo del trabajo bien hecho. Y mientras los números suben o bajan como ratings, los problemas estructurales siguen en pausa.

Al final, es decidir si queremos seguir consumiendo este espectáculo. Gobernantes que lean informes técnicos o estrellas que repartan selfies. ¿Queremos administradores públicos que enfrenten la realidad, o protagonistas de encuestas que nos entretienen mientras el país sigue esperando soluciones?

Lo que importa es mantener a la audiencia cautiva. Mientras el rating mande, la efectividad está fuera del guion. En este tiempo, la política se redujo a una fórmula simple y peligrosa: cuando la encuesta sube, la efectividad baja.Ese es el riesgo de hacer de la política un reality show.Joe Rolling

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