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19 de abril de 2025 1:36 am
¿Dónde están los límites?

¿Dónde están los límites?

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Hace unos días la agrupación musical Alegres del Barranco concentró la atención pública por haber proyectado imágenes de un relevante líder de un cártel, mientras interpretaba un corrido dedicado a ese personaje. Miles de asistentes, se dice que unos diez mil, coreaban y bailaban el repertorio de canciones que se interpretaban aquella noche en un auditorio en Zapopan, Jalisco.

La algarabía contrastaba con las noticias que dos semanas antes sacudían al mismo estado, respecto de un centro de reclutamiento y homicidio de jóvenes por parte del crimen organizado, presuntamente liderado por el personaje celebrado en el concierto.

Hay entre estos dos sucesos una asociación tan intrigante como inevitable: fueron jóvenes las víctimas de ese centro de reclutamiento y eran jóvenes los que bailaban al ritmo de los corridos. La convergencia de estos hechos es al menos inquietante.

Los acontecimientos reabren una polémica que lleva años y que sube y baja de intensidad, pero está presente siempre: ¿Deben prohibirse los corridos y otras expresiones que hagan o parezca que hacen apología del delito? ¿O debe permitirse su libre circulación y ejecución pública, en aras del respeto a la libertad de expresión?

Al parecer durante años ha prevalecido la opinión de que no hay que establecer prohibiciones a la música que exalta hechos o personajes delincuenciales porque es parte de la libertad de expresión y no queremos convertirnos en un estado prohibicionista. Nada como la libertad, decimos.

Pero no está de más hacer un ejercicio de duda para una reflexión más amplia, en cuyo caso son útiles las preguntas a la usanza socrática: ¿La música, las películas o las series que exaltan la violencia, la normalizan o la presentan como un referente de poder, producen más violencia? ¿Las que  glorifican la forma de vida de los integrantes del crimen organizado generan deseos de imitación, es decir, operan como señuelo o espejismo para que adolescentes y jóvenes que se sientan atraídos a formar parte de ese mundo?

Todas las libertades, para materializarse, deben tener límites. La libertad de tránsito en las ciudades sólo puede ejercerse gracias a sus límites: hay semáforos y reglamentos. De otro modo colapsaría la circulación de automóviles y la convivencia entre peatones y automovilistas.

La libertad de expresión también tiene límites: en general se acepta que no debe ejercerse para incitar a la violencia, la discriminación o el homicidio, y también que debe ser limitada para efectos de proteger a niños y adolescentes.

Como ejercicio también, cabría optar por poner a prueba la conveniencia de nuestras opciones a través del imperativo categórico de Kant: ¿qué pasaría si siempre y en todos los casos privilegiáramos la protección de la libertad de expresión sobre la protección de nuestra niñez y juventud? ¿Y qué pasaría si siempre y en todos los casos prefiriéramos la protección de nuestra niñez y juventud por encima de la libertad de expresión?

Tal vez estas preguntas nos llevarían a pensar en que no siempre se debe aplicar el mismo criterio. ¿Entonces cuándo sí y cuándo no aplicar uno u otro?

¿Cuáles son los límites?

POR MAURICIO FARAH

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