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10 de diciembre de 2025 5:15 pm
EL “DÉJÁ VU” EN EL ZÓCALO

EL “DÉJÁ VU” EN EL ZÓCALO

Por Jesús Ortega Martínez…

El evento que organizó Claudia Sheinbaum el pasado 6 de diciembre en el Zócalo de la Ciudad de México, fue una especie de “ dèjá vu político”. Lo que pudimos observar, generó el sentimiento de que dicho evento se había vivido en tiempos anteriores. Fue –para ser más explícito– una especie de un viaje al pasado, y logramos ver, en el año 2026, un evento como los que organizaba, a mediados del siglo pasado, el antiguo régimen priista de partido de Estado: es decir, colmar el Zócalo con personas acarreadas, manipuladas, para aparenter un supuesto apoyo del pueblo al presidente en turno.

Los presidentes que lo fueron durante el régimen de la “monarquía sexenal hereditaria” organizaban este tipo de eventos como vía hacia la auto complacencia, el culto a la personalidad y la falsificación de popularidad. Casi todos los presidentes del “antiguo régimen del presidencialismo autoritario” cedieron a la tentación de atiborrar el Zócalo para sentirse amados y protegidos por el pueblo. Díaz Ordaz, por ejemplo, llenó la plaza con personas acarreadas para llevar a cabo lo que el mismo identificó como un “desagravio” frente a la rebeldía de las y los jóvenes del 68 que días antes habían “ocupado” el mismo espacio exigiendo democracia, libertades civiles, vigencia de derechos constitucionales.

Luis Echeverría colmaba de acarreados el Zócalo para reafirmar su narcisismo, y López Portillo lo abarrotó para tratar de justificar la nacionalización de la banca y, además, ocultar sus grandes errores que colocaron al País en el límite del precipicio.

Estos actos del oficialismo también fueron utilizados para alimentar el culto a la personalidad, que fue y que es tan apreciado por los liderazgos despóticos.

Pero los presidentes pudieron un día saturar el Zócalo, y unas cuantas semanas después, se convertían en los personajes más repudiados, y esto tiene que ver con el hecho, de que la popularidad en la política no se traduce, necesariamente, en autoridad, en capacidad o, incluso, en poder político.

En realidad, la popularidad en la política es fugaz, efímera, frágil, debido a que, generalmente, es comprada utilizando los recursos del poder, sean estos de carácter económico o lo sean de naturaleza coercitiva.

Hay múltiples ejemplos en la historia de la política sobre la fragilidad y la futilidad de la “popularidad”.

Desde los tiempos del imperio romano ya se utilizaba por los emperadores y los demagogos, una fórmula para el control político que se sustentaba en “pan y circo”. Esto fue muy utilizado –durante siglos– por gobernantes déspotas. A la fórmula de pan y circo, algunos de los “príncipes” a los que alude Maquiavelo, le han agregado el miedo y hasta el terror. Así, pan, circo, miedo, coerción, terror, dan, casi siempre, “altos índices de popularidad”. El propio Maquiavelo, recomendaba que los príncipes debían de “ser amados y temidos”, pero el florentino sabía que “amor del pueblo” es extremadamente voluble, pues, mayormente, se sostiene en dadivas que recibe del príncipe. Cuando estas van mermando, se va debilitando la popularidad y se va diluyendo hasta desaparecer o hasta convertirse en rechazo y odio. Mussolini, tan querido y admirado por el pueblo italiano, fue colgado de los pies hasta morir, por ese mismo pueblo.

También sucede que cuando se debilita o cuando termina la popularidad, el príncipe puede recurrir a la represión, a infundir el miedo, para entonces asentar su poder en ser temido. Las dadivas, hemos dicho, son finitas, pero no olvidemos que el recurso de ser temido es también un recurso finito.

Octavio Paz definió el régimen del presidencialismo autoritario como un “ogro filantrópico”. La razón para ese nombre es comprensible pues podía aparecer como un monstruo que reprimía, encarcelaba, aterrorizaba, golpeaba, cancelaba libertades, y al mismo tiempo repartía dadivas y abría, para todo el mundo, las puertas del circo. Con estos dos recursos, ese ogro filantrópico se mantuvo en el poder por más de 80 años.

Vargas Llosa, por su lado, lo identifica como “una dictadura perfecta” y este calificativo fue también muy acertado. El régimen canceló libertades; terminó con todo indicio de una república; instaló controles corporativos sobre las masas populares, y aplastaba cualquier expresión de disidencia, pero al mismo tiempo, abría las puertas a los políticos refugiados, cuidaba celosamente su independencia frente a los gobiernos estadounidenses y hasta asumía, en ciertos momentos, planteamientos cercanos a la izquierda, y desde luego, utilizaba el asistencialismo como estrategia política de primer orden. Los presidentes de la dictadura perfecta ejercían un enorme poder político hasta que aparecieron las crisis económicas que limitaron el uso del presupuesto en los aviones asistencialistas.

López Obrador acató el guion que elaboraron los presidentes de la dictadura perfecta. Terminó con la democracia que se construyó durante las reformas políticas de los finales del siglo pasado; canceló libertades; sometió al congreso a sus caprichos; terminó con todo cumplido de la autonomía del poder judicial; saqueo el erario y dilapidó enormes recursos económicos en obras obscenamente inútiles, pero fue fiel a la filantropía del ogro. Sin embargo, todo ello concluyó en un poder desgastado, decadente que es el que heredo a Sheinbaum. La popularidad que resulta de esto se está agotando rápidamente, y cada vez con mayor frecuencia se recurre a un comportamiento abusivo e intolerante, a la represión, a la extorsión política, al espectáculo del circo y… al Zócalo lleno con acarreados para, como hacían algunos de sus antecesores, tratar de ocultar el deterioro del gobierno, el estancamiento de la economía, la falta de recursos financieros, la inseguridad, la corrupción y, con todo ello, la constante evaporación de una popularidad comprada.

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