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10 de noviembre de 2025 12:54 pm
El costo del control sin control

El costo del control sin control

Cuando un mediocre obtiene un gramo de poder,

cree que tiene una tonelada de autoridad.

Frase de Mario Benedetti

En este primer cuarto de siglo, el mundo encuentra que hay gobiernos que gobiernan, y hay los que sólo intentan no perder el control. Los primeros construyen instituciones, corrigen el rumbo, entienden que el poder es una herramienta; los segundos lo usan como escudo. Una diferencia sutil que explica por qué tantos países repiten sus crisis sin aprender nada de ellas.

El uso del poder político ahora topa con el esquema de verse no como instrumento de gobernabilidad o desarrollo, sino como herramienta de control y supervivencia que muchas veces termina en errores con consecuencias graves. Los expertos dicen que el Banco de México recién se equivocó en una decisión que hará subir la inflación, en vez de controlarla.

En los gobiernos inexpertos, o en aquellos que no logran consolidar su legitimidad más allá de la propaganda, las decisiones suelen ser más políticas que técnicas. No importa tanto si son buenas o malas para la economía, ni si benefician o no a la sociedad: lo que importa es que sirvan para sostener la narrativa de control. En esa lógica, cada acción se calcula no por su efecto real, sino por su utilidad inmediata en el tablero del poder.

Así se construyen presupuestos pensando en votos, no en productividad; se anuncian obras que deslumbran, pero no conectan; se reparten programas que parecen justicia, pero son dominio. La administración pública deja de ser un espacio de planeación para ser un escenario de campaña permanente.

Las consecuencias son previsibles. Cuando las decisiones políticas sustituyen a las económicas, las finanzas se resienten. Cuando sustituyen a las sociales, la gente se cansa. Y cuando sustituyen a las éticas, el poder se pudre por dentro.

Ningún gobierno, por más popular que sea, puede sostener por mucho tiempo una estructura que vive de discursos, de mentiras y no de resultados.

Ese fenómeno es cada vez más visible. El Poder Ejecutivo domina a los otros dos Poderes -no por eficacia- con sometimiento. Las decisiones del Congreso ya no se discuten, se aprueban. Las del Poder Judicial, si no convienen, se desacreditan. Y mientras tanto, los medios críticos son convertidos en enemigos, y la propaganda oficial intenta borrar cualquier sombra de duda.

Paradójicamente, en ese intento por controlar todo, los gobiernos pierden lo más valioso: la confianza ciudadana. Porque el control genera obediencia, pero no adhesión; miedo, pero no convicción. Gobernar con base en el control es como querer detener la marea con las manos: se puede contener un instante, pero la realidad siempre regresa con más fuerza.

Canalizar las decisiones políticas hacia un rumbo constructivo sí es posible, pero requiere lo que pocos están dispuestos a hacer: reconocer límites, profesionalizar equipos, rendir cuentas, aceptar la crítica. Significa entender que la política no debe dominar la economía ni sustituir la razón técnica, sino convivir con ellas en equilibrio.

El problema es que, para muchos, ceder control equivale a perder poder. No comprenden que el verdadero poder se mide no por la capacidad de mandar, sino por la madurez para escuchar. Por eso, mientras unos insisten en controlar la narrativa, los ciudadanos ya han dejado de creer en ella.

La historia suele ser implacable con los gobiernos que confunden el aplauso con el logro. El poder absoluto, además de ciego, es sordo. Y cuando no hay quien le diga la verdad, termina creyendo su propio relato. Hasta que un día, el relato se acaba… y la realidad pasa la factura.

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