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27 de octubre de 2025 1:43 pm
La mentira se actualiza sola

La mentira se actualiza sola

Segunda parte

(Más de la propaganda y los algoritmos)

Hay quienes usan a los noticieros para sentirse fuertes ante sus gobernados: JMRS

Hagamos un paréntesis: la propaganda no siempre fue el látigo de los poderosos. También fue tambor de rebelión. Con ella se construyeron revoluciones, se levantaron símbolos y se encendieron los sueños de pueblos enteros.

Durante siglos, los mensajes no viajaban por redes ni se disfrazaban de “contenido”: eran himnos, panfletos, murales, palabras grabadas a fuego en el imaginario colectivo. La propaganda podía ser, incluso, un acto de justicia poética.

Hace diez años Evo Morales se promovía como la justa salvación; hoy, su figura divide a los suyos y se hunde en contradicciones. Hace treinta, Daniel Ortega era el libertador de Nicaragua; hoy se le teme como a un tirano. Y un día como hoy cayó Muamar Khadafi, el dictador que se creyó profeta de Alá y terminó linchado por el pueblo que decía encarnar.

En todos ellos, la propaganda primero los coronó y luego los devoró.

Porque la propaganda no miente por error: dicen los expertos que miente para sobrevivir. Y cuando cambia el viento, cambia de rostro. En eso reside su inteligencia: en su capacidad para mutar, disfrazarse, y volverse invisible.

La vieja propaganda requería tinta, altavoces, y multitudes obedientes. La nueva no necesita tanto. Vive en nuestros algoritmos. Se cuela entre los memes, los hilos de X, los reels de 20 segundos. No tiene uniforme ni bandera, pero conoce tu miedo y tu deseo con precisión quirúrgica. No necesita censurar, solo distraer. No te obliga, te seduce.

El cartel del siglo XXI no está en la calle, sino en el feed. No grita consignas, susurra afinidades. Te muestra lo que ya te gusta, te confirma en tus certezas, y te convence de que eliges libremente. La antigua propaganda buscaba dominar la mente; la nueva, domesticar la atención.

Y el resultado es más efectivo. Antes, los dictadores necesitaban ejércitos; hoy, basta un algoritmo que te mantenga mirando. Antes, el censor tachaba los periódicos; ahora, el sistema te enseña solo lo que coincide con tu perfil emocional. El enemigo ya no impone una verdad: te da mil versiones para que elijas la que más te acomode.

Nos hemos convertido en los propagandistas de nuestra propia burbuja. Compartimos, comentamos, difundimos mensajes sin preguntarnos de dónde vienen. Defendemos causas porque coinciden con nuestras emociones, no con la verdad. En este nuevo ecosistema, la mentira no necesita esconderse: basta con que se vuelva divertida, viral o estéticamente correcta.

Y así, la propaganda aprendió a reírse. A disfrazarse de ironía, de meme, de sarcasmo compartido. Hoy puede infiltrarse en una parodia o en un challenge. Ya no necesita a Goebbels ni a un ministerio: tiene influencers, bots y comunidades que operan por convicción o por click.

La ironía es el nuevo campo de batalla. Lo risible desarma al pensamiento crítico. Entre risas y likes, la mentira encuentra su refugio más seguro. Quien se atreve a cuestionarla corre el riesgo de parecer solemne, aburrido, o peor aún: “cancelado”.

Por eso urge entender la propaganda no como un residuo del pasado, sino como un organismo vivo que evoluciona al ritmo del algoritmo. Su fuerza no está en el mensaje, sino en el diseño de la atención.

Mientras más miramos sin mirar, más fácil es guiarnos. Mientras más opinamos sin contrastar, más dóciles somos. Y mientras más creemos que elegimos, más predecibles nos volvemos.

La propaganda no ha muerto: solo cambió de plataforma. Y la mentira, esa que antes gritaba desde los balcones del poder, hoy sonríe desde tu pantalla, esperando que la compartas sin pensarlo dos veces.

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