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22 de septiembre de 2025 1:49 pm
El espejo roto de la crítica

El espejo roto de la crítica

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En política, la crítica pública funciona como un espejo. Pero los gobernantes parecen verlo siempre distorsionado: si el reflejo es desfavorable, lo niegan; si es preciso, lo desacreditan; si es legítimo, lo reducen a “campaña mediática”. La reacción inmediata es casi universal: minimizar, acusar, voltear la mirada hacia otro lado. ¿Por qué les resulta tan insoportable lo que se dice de ellos?

Una primera respuesta puede hallarse en la psicología del poder. Quien está en un cargo, suele construir una autoimagen cimentada en el liderazgo y en la capacidad de resolver problemas. La crítica publicada hiere esa narrativa personal y colectiva, porque muestra fisuras que el político se esfuerza en ocultar. En términos de psicología social, el gobernante percibe la crítica no como un insumo para mejorar, sino como una amenaza a su estatus. Y el miedo a perder prestigio se traduce en defensa automática: atacar al mensajero.

El poder, en sí mismo, provoca un sesgo cognitivo. Estudios de neurociencia política sugieren que quienes lo detentan tienden a sobrestimar sus aciertos y a subestimar los errores. Bajo ese filtro, aceptar críticas se siente como renunciar a la superioridad moral que los legitima. No es solo un asunto de ego; es una estrategia de supervivencia: admitir fallas podría abrir la puerta a cuestionamientos más profundos, incluso a la pérdida de legitimidad.

Por otro lado, la teoría de la comunicación ofrece claves igual de reveladoras. Los medios, desde hace décadas, se han asumido como contrapeso natural de los gobiernos. Sin embargo, cuando los políticos responden con acusaciones de manipulación o de “fake news”, el periodismo pocas veces contesta con algo más que silencio o repetición. En la práctica, esto coloca a los medios en un papel pasivo: reciben los golpes y esperan que la audiencia decida quién tiene razón. El problema es que, en esa estrategia, el público termina confundido o, peor aún, desinteresado.

La relación se ha vuelto dispar: los políticos cada vez se especializan más en el arte de desviar, victimizarse y desacreditar; los medios, en cambio, parecen anclados en rutinas de cobertura que ya no bastan para explicar la naturaleza del enfrentamiento. Falta un tercer elemento: el análisis que conecte la crítica política con la vida de la ciudadanía. Porque lo que se juega en esas batallas discursivas no es solo el prestigio de un gobernante o la credibilidad de un medio, sino la capacidad de la sociedad para entender y evaluar su propio presente.

El vacío de análisis se explica, en parte, por la urgencia informativa. En un ciclo noticioso de 24 horas, los medios priorizan la inmediatez sobre la reflexión. Las redacciones rara vez tienen tiempo -o recursos- para elaborar respuestas que develen los mecanismos de la propaganda gubernamental. Y en esa falta de contextualización se pierde la oportunidad de mostrar al público cómo operan los resortes del poder y por qué los políticos reaccionan de esa manera frente a las críticas.

En un escenario ideal, el periodismo no solo reportaría la acusación de “campaña mediática”, sino que la desmontaría: ¿por qué se acusa? ¿qué hechos están detrás? ¿qué quiere ocultar el gobierno al cambiar el foco de atención? Solo con ese ejercicio pedagógico la crítica se convierte en un recurso valioso para la ciudadanía, no en un simple intercambio de descalificaciones.

Hoy la distancia entre políticos y medios se ensancha. Los primeros, atrapados en la psicología de la negación; los segundos, limitados por inercias comunicativas. El resultado es un espejo roto: ninguno refleja con claridad la realidad que compartimos.

Ahí están los casos de Donald Trump, que convirtió a la prensa en su enemigo bajo la etiqueta de “fake news”; de Nayib Bukele en El Salvador, que descalifica cualquier crítica como parte de una conspiración; de Vladimir Putin en Rusia, que sofoca las críticas tachándolas de traición; o de Claudia Sheinbaum en México, que responde a señalamientos incómodos acusando de manipulación a los medios. Distintos contextos, mismo patrón: la crítica no se procesa como oportunidad de mejora, sino como afrenta personal y política.

Quizá esa sea la tarea pendiente: volver a armar el espejo para que la crítica recupere su función original, la de iluminar el camino común y no solo exhibir los miedos del poder.

No es criticando, es explicando, aunque le duela al otro y a la otra.

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