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25 de agosto de 2025 1:00 pm
Política del yo: cuando gobernar es posar

Política del yo: cuando gobernar es posar

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Somos lo que hacemos repetidamente.

La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito.

Aritóteles

La política, alguna vez definida como ciencia, hoy parece más un espectáculo de variedades. Son cada vez menos los líderes que se esmeran en representar a la sociedad, y cada vez más los que se especializan en posar frente a la cámara. Y no hablamos de frivolidades menores: hablamos de un oficio que se degrada al punto de confundir gobernar con grabar un TikTok, o de suponer que una frase de 20 segundos sustituye las páginas de un plan de gobierno.

Desde la psicología, la explicación es clara: vivimos la dictadura del aplauso instantáneo. El sesgo de confirmación se volvió norma: el político ya no dialoga, repite lo que su público quiere oír. ¿Pensamiento crítico? Estorba. ¿Autocrítica? Ni de broma: sería como pedirle a un influencer que explique teoría política en medio de un reto de baile. Por eso cualquier señalamiento se percibe como insulto personal. En la política del yo, criticar una decisión equivale a “faltar al respeto” al protagonista de su propio show.

En la dimensión política, la descomposición es aún más evidente. Y no es de ahora, por lustros se ha ido sembrando el que las instituciones ya no pesan: son meros telones para que el líder despliegue su carisma. Lo que antes era programa de gobierno hoy es campaña permanente, y lo que antes era debate ahora es slogan. La política se mide en trending topics, y el éxito de un plan público equivale a cuántos retuits logró el anuncio.

Si Aristóteles levantara la cabeza, quizá no escribiría Política, sino un manual de redes sociales.

Y el aspecto moral no se queda atrás. La ética pública, entendida como servicio a la comunidad, ha sido reemplazada por la vanidad de una selfie. El político ya no se mide por su responsabilidad, sino por la velocidad de su narrativa. Gobernar significa contar la historia más bonita de sí mismo, aunque la realidad se empecine en mostrar lo contrario. En ese teatro, la verdad se vuelve un estorbo y la crítica, una grosería imperdonable.

No es raro: cuando el poder se personaliza, todo cuestionamiento es tomado como ataque a la “persona”, nunca al cargo.

¿Y los medios? Ay, siempre en pagan el precio, culpados por informar. Convertidos en eco de frases huecas, a veces parecen agencias de relaciones públicas gratuitas. Donde debería haber investigación y análisis, abundan los micrófonos abiertos para consignar declaraciones sin contexto. Los periodistas quedan atrapados: si cuestionan, son enemigos; si transmiten sin chistar, se desprestigian. Resultado: una prensa sospechosa de complicidad y una política convencida de que el rating es más importante que la razón.

Al final, lo que tenemos es una política vaciada de ciencia y rebosante de espectáculo. Un proceso de desinstitucionalización disfrazado de cercanía, donde el “yo” eclipsa al “nosotros” de la comunidad.

Sin embargo, el reto no se agota en la crítica: lo que hace falta son ciudadanos más atentos, redes (que no son medios) menos complacientes y políticos que entiendan que gobernar no es un casting, ni la sociedad un público pasivo. La política no debería ser el arte del yo, sino la ciencia del nosotros.

Pero, claro, eso no da tantos likes.

Lo grave es que -sin freno- vamos caminando de la Ciencia Política al casting permanente.

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