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21 de julio de 2025 10:17 am
La cultura del robo disfrazado: Huachicol

La cultura del robo disfrazado: Huachicol

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En México, pocas palabras resumen con tanta precisión el cruce entre la ilegalidad y la normalización de la corrupción como huachicol.

Lo que comenzó hace años como una forma aislada de robo de combustible evolucionó hasta convertirse en una red profunda, compleja y socialmente tolerada por muchos. Se trata de un fenómeno que no sólo involucra a grupos criminales organizados, sino también a ciudadanos comunes, autoridades locales e incluso servidores públicos de alto nivel.

Lo más preocupante del huachicol no es sólo el acto delictivo en sí -extraer ilegalmente gasolina de los ductos de Pemex-, sino el modo en que esta práctica ha sido disfrazada culturalmente como un “mal menor”, como un problema técnico, o como una simple travesura rural. No lo es. Se trata de una gigantesca maquinaria millonaria que sangra los recursos públicos, financia a organizaciones criminales, y perpetúa la idea de que en México se puede hacer dinero fácil sin consecuencias reales.

Lo más triste es que cada vez se hace más indetectable, a partir de los camuflajes internacionales que ahora se dan sin ton ni son.

El huachicol ha mutado con el tiempo. Ya no es solamente el tipo que con una manguera perfora un ducto en la madrugada. Ahora es también el funcionario que filtra rutas, horarios o mapas estratégicos. Es guardián que mira hacia otro lado. Es el burócrata que autoriza silencios. Es el ingeniero que olvida apagar cámaras. Y, más que nunca, es el ciudadano que compra gasolina robada sabiendo su procedencia.

Aunque el gobierno federal ha reportado una disminución en el número de tomas clandestinas durante los primeros meses de 2025 (en comparación con el año anterior), las pérdidas económicas son alarmantes. Pemex no sólo deja de vender millones de litros, sino que invierte fortunas en reparar ductos, reforzar seguridad, y reconfigurar su logística. Y eso, por supuesto, lo paga el contribuyente.

Pero hay un componente aún más corrosivo: el cultural. Vivimos en un país donde la transgresión suele verse como una forma de ingenio, no de delito. Donde el que se “las ingenia” para hacer dinero fácil es más admirado que el que trabaja dentro de la ley. Y el huachicol, precisamente, se ha convertido en la punta de lanza de esa filosofía de la viveza: un delito complejo, casi indetectable, que se disfraza de problema menor, pero que en el fondo carcome al Estado y por supuesto a las finanzas.

Lo verdaderamente inquietante es que no hablamos ya de un fenómeno marginal, sino de una economía paralela que opera en distintas regiones del país con niveles de organización que rivalizan con los de una empresa formal. Se roba, se transporta, se almacena y se vende combustible bajo un sistema de complicidades perfectamente aceitado. Y todo esto ocurre con la vista gorda de quienes deberían perseguir el delito.

El huachicol no es un problema exclusivo del crimen organizado: es un espejo incómodo de lo que hemos permitido como sociedad. Y mientras sigamos considerando esta práctica como parte del folklore de la corrupción -ajena e inofensiva-, seguiremos validando un modelo de país donde robar al Estado no es una traición, sino una “chulada”.

Combatir el huachicol no sólo requiere operativos y vigilancia. Requiere desmontar esa cultura del mínimo esfuerzo, de la ganancia rápida, del “no pasa nada”. Requiere que nos demos cuenta de que este tipo de corrupción no es invisible: está en la cotidianidad, en la complicidad silenciosa, en el aplauso fácil.

Si no le ponemos nombre y cara a la corrupción de todos los días, la seguiremos aceptando como parte del paisaje. Por mucho que bajen las tomas clandestinas, seguirá siendo una derrota cultural.

Habrá más Cultura Impar sobre esto, con mayor detalle de las estructuras que sostienen este fenómeno y cómo su normalización ha escalado a niveles insospechados.

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